“Todo lo que olvidamos vuelve como fantasma” (Autobiografía)
Por Franco Vaccarini
Desde muy chico escribo todos los días.
Desde muy chico lleno cuadernos con poemas, ideas, prosas sin rumbo, listas; costumbre que mantengo. ¡Esos cuadernos! Apenas los miro. Pero necesito escribir con las lapiceras que me regalan en las escuelas: escribir a mano me lleva al campo, al farol a querosén, a mi padre en la cocina inclinado sobre su propio cuaderno después de la dura jornada, a mi madre escarbando en los diccionarios para completar un crucigrama.
Escribí unos mil poemas durante la secundaria. No es serio, lo sé. A los veinte años hice una fogata y los quemé, junto a más de cien cartas que recibí mientras hacía el Servicio Militar, en 1982. Etapa que reviví con la novela Nunca estuve en la guerra. ¿Por qué motivo quemé los poemas? Porque nadie puede escribir mil poemas buenos en la adolescencia. Nadie puede escribir mil poemas buenos en toda una vida. ¿Y por qué motivo quemé las cartas? No lo sé, pero lo sospecho: para no olvidarlas. Solo recordamos aquello que se hace ceniza en nosotros. Es el magma que necesitamos para que se nos entrevere la vida con la imaginación, las lecturas y los sueños, las pelusas de la memoria. Todo lo que olvidamos vuelve como fantasma, por eso a veces no sabemos de dónde llegan tantos pájaros desconocidos.
Entrevisté a Borges a los 18 años. Si él fue amable conmigo, yo puedo y quiero ser amable con el mundo entero, salvo que me hagan engranar, porque tampoco soy el maestro ninja. Fui a talleres literarios. De José Pepe Murillo aprendí la dignidad de la resistencia y el amor por el terruño volcado en el papel. De Hebe Uhart rescato todo: su escritura, su inteligencia, su mirada extraterrestre sobre las cosas cotidianas, su austeridad y el jugo que le saca a las piedras. Aunque hace tiempo descubrí que solo puedo ser yo, admiro a los nunca demasiados escritores, de tantos países y siglos. Los libros me ayudaron a encontrar a mis verdaderos amigos. Me gusta ser feliz e infeliz rodeado de libros. No sé manejar autos, nunca jugué bien al fútbol, y en las oficinas jamás fui el empleado del mes. Concentré toda mi energía en escribir, como esos boxeadores que no tienen más opciones que hacerse un camino con sus puños.
Encontré mi voz y mi lugar escribiendo para chicos y jóvenes. Estoy convencido de que mis libros no hacen daño a los adultos.
Soy padre de dos hijas, hermano de siete hermanos, sobrino de catorce tíos, primo y tío de primos y sobrinos en todo el país. Los encuentro cuando voy a ferias del libro, o viajo invitado por el Plan Nacional de Lectura, o por alguna editorial. Mis cuatro abuelos descansan en el cementerio viejo de Lincoln: sus tumbas están pegadas y, creo, ya no discuten entre sí. Mis padres descansan en el cementerio nuevo, mucho más civilizado, con pastito verde y árboles. Allí nos sentamos con algún pariente, a charlar y a recordar, hacia la Navidad o el Año Nuevo. Siento que mi vida se parece a mí. Escribo porque hay algo que quiero saber, pero sobre todo para aceptar que las cosas son como son. Al menos, hasta la próxima página.
Para leer la entrevista que le hicieron los chicos de 4to Grado de la Escuela 3 D.E. 7 hacé clic aquí.
Te invitamos también a ver imágenes de la visita que el autor realizó a los alumnos de 7mo Grado de la Escuela 23 D.E. 7 "General Manuel Belgrano".